Mierda.
Me duele mucho el estómago. La barriga, la tripa. Lo que sea. Voy por la calle
intentando andar derecha pero siento una presión dolorosa cuando intento
respirar. Encima hace un calor insoportable. Menos mal que llevo un vestido largo
pero vaporoso, beige. Con siluetas de golondrinas negras dibujadas. Mi
favorito. Y un cinturón que ahora mismo está oprimiendo mi barriga, a reventar
de comida. Me paro un momento, inspiro, espiro, inspiro, espiro… La gente de la
calle me mira un poco extraño y yo hago caso omiso ¡me duele! Saco el móvil de
mi bolso. Llamaré a mi madre. Ella siempre sabe qué me pasa aunque no esté
aquí. Tengo las manos sudorosas, quizás por nerviosismo puro del día tan
ajetreado y el móvil se resbala impactando contra el suelo. Antes de que pueda
agacharme a recogerlo una mano, un tanto pálida, lo coge por mí. Internamente
le agradezco el evitar que me haya doblado pues no creo que mi tripa acepte
semejante grado de flexibilidad sin quejas de ningún tipo. Levanto la mirada a
lo largo del brazo de la mano que me tiende el móvil y lo veo. A esa persona
que creía que no volvería a ver nunca, que ya había guardado en mi memoria como
grato recuerdo de unos días pseudo-felices. Él tiene mi móvil. Lo cojo sin
decir nada, estoy demasiado impactada, no por él si no por mí misma, por la
impresión de volverle a ver, como tantas otras veces he deseado. Él está aquí,
delante de mí. Eso me lleva a preguntarme si me estaba observando de antes o ha
sido solo casualidad. Que pasaba por aquí y simplemente me vio. No sé decir.
Creo que está esperando a que diga algo. No creo en las casualidades.
-
Gracias – murmuro, presa del nerviosismo, ya no solo por el ajetreado día sino
por tenerle enfrente.
- De
nada – responde en el mismo tono. Y pienso que debo seguir andando, que debo
reaccionar, yo iba a algún sitio antes de cruzarme con él. Pero no puedo
moverme. Él tampoco se mueve, no sé si porque está esperando a ver qué hago yo
o porque no quiere. ¿Qué coño…? Parece que mi cerebro se ha quedado en modo de
espera. Le observo de nuevo. Va muy guapo como siempre. Con sus pantalones
vaqueros que le caen sutilmente a la altura de las caderas. Su camisa azul de
lino, con algunos botones sin abrochar y su americana. Hace demasiado calor
para llevar americana. ¿O yo soy la única que se está derritiendo? - ¿Quieres
un café? – sus palabras rompen el silencio y solo ahí vuelvo a la realidad,
vuelvo al calor no muy pegajoso de principios de junio y a mí dolor de barriga.
- ¿No
hace demasiado calor para un café? – parece que estaba rechazando su
proposición.
- Son
las cuatro de la tarde, hora del café – musita un poco ofendido, como
defendiendo sus palabras. Para la gente que le gusta el café, siempre es la
hora del café. Yo asiento tímidamente porque no creo que nada coherente salga
de mi boca. El dolor y la incredulidad me tienen enmudecida. En general, soy
chica de pocas palabras.
Dando
pocos pasos, en silencio, entramos en un bar. Aunque él tiene dibujada en la
cara una extraña mueca de diversión. Algo le hace gracia. Ese bar. Siempre me
había imaginado con él en un bar así. Con largos sillones y rincones apartados.
Muy íntimo, con poca luz. Recogido.
- ¿Qué
te apetece? – me pregunta, volviéndome de nuevo a él. A ti, me gustaría haber
dicho.
- Una
manzanilla – recuerdo que es lo mejor para mi estómago adolorido.
- ¿No
hace demasiado calor para una manzanilla? – repite mis palabras alzando una
ceja, casi burlándose. Pero casi sonriendo.
- Me duele
el estómago. Supongo que eso me calmará - me señala un sillón y yo me siento.
La ventana que hay a mi derecha deja ver el devenir de la gente a través de las
atoradas calles de la cuidad en una calurosa tarde de pre-verano. Me sigo
preguntado a dónde iba yo. Sigo sin recordarlo. Y me pierdo en el paisaje que
se ve a través de las personas. Quizás estoy buscando una excusa para evadirme
o quizás para volver de la evasión. Sea como fuere, él me distrae haciéndome volver
al mundo real. Se sienta a mi lado, no enfrente. A mi lado. El sillón tiene las
patas altas y mis pies casi no rozan el suelo. Él parece no tener problemas, es
más, diría que disfruta del tacto del terciopelo verde. Pronto el camarero nos
trae el pedido: manzanilla y café con leche.
Creo
que sigo sin reaccionar y ambos sin decir nada. Es una situación muy extraña
pero no incómoda. No sé porqué no es uno de esos silencios incómodos como el que
hay en los ascensores. Sólo estamos callados. Él me señala la taza con la
manzanilla y yo me lo pienso dos veces antes de beber. Humea.
- Odio
el café – digo. “Sugerente revelación” escupe mi mente con sarcasmo – El café
solo sirve para aparentar que los bohemios son escritores. Solo lo hace más
poético
- Los
escritores no componen sus obras en noches de insomnio bebiendo manzanilla. – “solo
tú” parecían decir sus ojos cuando me miraron, a través de la taza blanca
mientras daba un sorbo de café.
- Solo sirve
para aparentar – yo desvío la mirada. No me gusta lo que veo en sus ojos. Bueno
sí me gusta porque veo los míos. Es una mirada que me atraviesa.
- Me
siento tentando a preguntar por qué pero no a conocer la respuesta. A mí me
gusta el café. Está rico. Todo lo demás es un mito.
-
Entonces nunca serás escritor - cojo su taza, medio llena, nunca medio vacía.
Ya no me duele el estómago ¿será por él o por la manzanilla? Será por él.
Todavía no he bebido nada. Inspiro. El olor a café un tanto dulce me embriaga.
Me gusta como huele pero odio el café.
- Yo ya
no podré ser escritor porque desde que te conocí no he tenido noches en vela. En
todas sueño contigo y luego cuando me levanto escribo.
- No
bromees. No puedes soñar conmigo. No me conoces – me río pero la risa no llega
a mis ojos. Casi, ni a mi boca. Solo lo hago para relajar un poco la tensión.
No me esperaba aquella última confesión. Y no me la creo.
- No,
pero sueño. Imagino conocerte. Como serás más allá de las cuatro paredes donde
nos conocimos – se inclina para recuperar su taza, desprendiendo el dulce aroma
del café por todo el ambiente. Yo me bebo de un trago la mía, que ya no quema.
- ¿Soy
tu musa? – pregunto al cabo de un rato.
- Eres
mi musa de manzanilla. – alarga su mano hacia mí y con dedo delinea el contorno
de una de las golondrinas del vestido. Toca mi pierna. Quizás es un contacto
inocente pero viniendo de él me quema. Nos quedamos en silencio y pasan los
minutos
- ¿Cómo
es imaginar conocerme? – él suspira y me mira extrañado. No esperaba esa
pregunta.
- Es
asfixiante, agobiante, agotador. Eres un sinfín de posibilidades, de variantes
donde se enfrentan lo que quiero que seas con lo que en verdad eres.
- ¿Y
qué quieres que sea? – tengo la boca seca y casi no me doy cuenta de que hablo
entre susurros. Poco audibles para nadie que no esté a menos veinte centímetros
de mí. Como está él. ¿Cuándo nos hemos acercado tanto? El café y la manzanilla
hace tiempo que se han extinguido, pero todavía huele a dulce.
- Mía –
no ha dicho eso. No ha podido decirlo. Tan cerca como estamos y evito mirarle.
Sonrojada. Y sigo teniendo calor. Pero ya no me duele nada. Solo parezco flotar
un poco. El papel de flores beige pegado de las paredes del bar, parece
esfumarse. Una extraña y compleja melodía de piano deja de sonar. Mis sentidos,
receptivos, comienzan a palpar el ambiente. Le siento muy cerca, casi
torturándome porque no está tan cerca como quisiera. Lo noto porque me invade
su calor. No es como el calor de la calle. Es más suave. Me envuelve. Él huele
a café y no me importa. Oigo su respiración muy tranquila, al contrario que la
mía que poco a poco se vuelve irregular. Y casi puedo oír mi pulso, alterado,
rebotar contra mi cuello. ¿Él lo oiría? Pone una mano debajo de mi barbilla,
alzando mi cabeza para que pueda encontrar sus ojos. Quiere que le mire, pero
yo no estoy segura de lo que puede encontrar en mis ojos. Ni lo que quiero que
encuentre. Cada parte de mi cuerpo que ha tocado, está ardiendo. La pierna, la
cara, la mano pegada a su mano. Moriré por combustión espontánea como siga así.
¿Por qué está haciendo esto?
Como
impulsada por un resorte me levanto, poniendo distancia. Él me mira extrañado,
dolido. Compungido. No soporto tanta tensión visual.
- Me
gustaría leerte la mente – digo, sentándome de nuevo, en la otra punta del
sillón, alejada. Miro por la ventana, con aire ausente.
- Sólo
te vas a encontrar a ti – contesta como si fuera la cosa más obvia del mundo –
o por lo menos lo que he imaginado de ti. Sin embargo, yo sí que quiero saber
qué estás pensando.
-
Estaba pensando… - sueno bastante más ausente que antes - ¿a dónde tenía que ir
yo antes de encontrarme contigo? – quizás la pregunta iba sólo para mí. Él se
movió, y yo volví en mí. Me rodeó la cintura con el brazo, abrazándome por
detrás. Pegó su pecho a mi espalda y los labios a mi cabeza. Me dio un beso
tierno, sobreprotector. Me habló suave y quedo al oído.
- Los
grandes escritores insomnes por el café podrían hablar largo y tendido de eso –
los susurros hacían su voz más etérea, difícil de atrapar, sus labios me
rozaban el cuello provocándome miles de escalofríos – pero te diré lo que
Cortázar pensaba al respecto. – me intenté dar la vuelta para mirarle pero él
no me dejó, es más me aferró más contra sí, en un abrazo urgente. Estaba
expectante. Veía nuestro reflejo en el cristal de la ventana. Y me maravillaba
de los bien que encajábamos abrazados.
- ¿Qué
decía?
- Andábamos
sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.
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