viernes, 3 de enero de 2014

Divenire.

La vida sin maquillaje y la cruda realidad de cada día. Verlo escrito en todas las caras, en mi cara frente al espejo, incluso en la falsa cara de "todo está bien" que somos expertos en  fingir a cada minuto. Conocer cada día menos el reflejo que me devuelve mi propia proyección a causa de todas las alteraciones, de todos los "no pasa nada", de los "no importa", de los "ya no duele"...

Incompleta. Como un puzzle al que le falta una pieza. Pero ¿qué pieza? El engranaje principal, el mecanismo intrincado que hace que todo cobre vida y empiece a moverse. No a destacar, a sobresalir o a brillar, no,  solo a moverse. Y sentir que no vas a contracorriente de la gente. Pero al fin y al cabo la gente da siempre igual. Siempre ha dado igual porque yo sigo parada. Levantarse pero sentirse siempre dormido, esperando en letargo a despertar, sabiendo que el despertar nunca llega. Con sueño y con mala cara y pensando en qué pensar.

E intentarlo. No llegar nunca. Pero ¿llegar a dónde? ¿Y qué haré cuando llegue? Si ni siquiera sé por donde voy - o por donde debería ir-, a dónde quiero ir, para qué quiero ir. Aunque tampoco sé si quiero quedarme. Y el bright side of life quedó tan lejos que ya no veo los resplandores brillar, ni oigo los silbidos cantarines acompañarme. Porque no voy a ninguna parte ni dejo de ir. Es un continuo devenir.

E intentarlo una vez más. Siempre la última. Siempre me juro que será la última porque cada vez vale menos la pena. La asombrosa fuerza de voluntad que poco a poco va escaseando, que va absorbiendo la oscuridad, a esa ya no la hago caso. Y la aparto cuando quiere volver. A veces la dejo por si me hace compañía pero ambas sabemos que es irreal, que no dura mucho y que no, para nada será la última vez.

Y espero que no te importe que yo me haya rendido una vez más. Eso solo significa que tardaré más en encontrarme.