domingo, 3 de junio de 2012

Una y cuarto de la madrugada

Me pican mucho los ojos para dormir. Este ataque agudo de alergia me está matando. Como tú. Lo que me hace recordar, cada vez con menos nitidez -casi como un borrón difuso, una mancha opaca... Nada tiene que ver... Veamos, pues, hacia qué rincón de mi memoria me llevará el desvelo esta vez... Oh, este fue uno especialmente feliz.
El día que mejor lo pasé fue cuando jugamos a contar los lunares de mi cuerpo.
Según tú había uno en forma de estrella, otro en forma de sol, incluso, uno en forma de balón de fútbol. Tú y tu insana obsesión.
Solías decir que el que más te gustaba era el que tenía en la comisura derecha del labio pues siempre tenía escondido un beso.
Buscamos y cuando ya no encontramos más, borramos la memoria y volvimos a empezar. Así lo hacíamos más divertido.
Ese día que mejor lo pase cocinaste para mí. Todavía en pijama, amanecimos cuando nos sentimos dueños del tiempo y rompimos el despertador. Cocinaste un par de canciones en la freidora y quedaron tal mal que tuvimos que llamar al chino. Seguíamos en pijama. El mío era de lo más infantil, el tuyo un pantalón que no dejaba nada a la imaginación.
Ese día, durmimos juntos y a deshora y, al contrario de lo que muchos piensan, uno a cada lado de la cama; iniciando una guerra secreta de miradas, que casi en la penunbra, no sabíamos quién iba a ganar. Quizás ganaste tú, pero solo porque te dejé.
Cuando el sol comenzó a descender despertamos de nuevo y puede que sin pijama. Tú me ordenaste, casi me rogaste en un desesperado arrebato, que no me fuera nunca. Mi respuesta fue confusa.
Cogí mis cosas y me fui.
Y cual fue mi sospresa -no tanto, creo- cuando, a los cinco minutos, ya te tenía recorriendo conmigo de la mano las imaginables calles de París.