sábado, 30 de marzo de 2013

Corazón de alquitrán

Somos el epicentro de todo y nada a la vez.
Una foto en blanco y negro.
Un olor.
Un viejo recuerdo.
Una caricia inmutable, intemporal, inquieta e imposible de olvidar.
Somos lo que una vez fuimos.
Fuimos lo que nunca volveremos a ser.
Y seremos cobardes refuigiados en el miedo a fracasar,
en el miedo a esperar seguir perdiendo batallas
sin actuar,
sin recapacitar,
sin atacar.
Temíamos a la soledad
y la vida nos lo había impuesto como norma.
Y aun así, seguiremos sin oír
más historias de cuerdas que hablan
de otra historia perdida
entre la grava del asfalto.
El valor que le damos a las cosas,
una cantidad indeterminable de deseo
se fundió entre las grietas
de una vieja carretera.
Corazón de alquitrán.

martes, 26 de marzo de 2013

martes, 5 de marzo de 2013

Ser un calcetín no es fácil

Os voy a contar la triste historia del Señor y la Señora Calcetín, que nacieron para estar juntos pero fueron separados por el cruel destino. Esta historia supera los límites que Romeo y Julieta marcó como tragedia de la mano de Shakespeare. Nunca se ha contado algo tan tremendamente desgarrador.
Érase una vez una pareja de calcetines: el señor Calcetín era muy fuerte y valiente. La señora Calcetín era la más bonita del lugar. Habían sido tejidos para estar juntos.
Todo comenzó en la fábrica donde fueron confeccionados. Desde la primera vez que los juntaron supieron que estaban cosidos el uno para el otro, con un extraño tejido de algodón y rayas de colores.
Iniciaron un largo viaje juntos desde esa fábrica húmeda y oxidada luchando contra polillas y arañas -al más puro estilo Persiles y Sigismunda entre barcos y tierras, entre bárbaros y triángulos amorosos- hasta una tienda en la que disfrutaron de una pequeña luna de miel.
Todo era paz e islas paradisíacas deambulando de aquí para allá entre precios al 50% y prendas de ropa desordenadas; hasta que, cuando las luces se encendían, unos extraños seres les miraban con ojos golosos. Desde ahí todo se volvió... negro.
El señor Calcetín luchó contra tijeras, tickets, bolsas, ropa, más bolsas para proteger a la señora Calcetín en un viaje turbulento hasta lo que el destino les hizo considerar su nuevo hogar: un cajón.
Por fin, se encontraron en un hueco oscuro y biena acolchado, lleno de más como ellos. ¡Qué bien! Se tenían el uno al otro y además ya no estarían solos.
Pero sus hilos no sabían que cuando al destino le da por divertirse, nadie sale bien parado.
Descubrieron que no estaban allí por casualidad si no que esos extraños seres les obligaban a cubrir unas extremidades -llamadas pies- que olían muy mal, como a queso rancio. Los salientes de esas extremidades estaban afilados y les hacían daño en las costuras. Los zapatos eran sus peores enemigos pues oprimían su libertad y siempre andaban empapados de sudor. ¡Qué asco!
Y luego estaba ella: esa monstruosa máquina oceánida que los ahogaba entre olas de detergente en polvo y suavizante con aroma a rosas, que los zarandeaba sin miramientos entre un mar de centrifugado. Ella. La lavadora.
Y al llegar al cajón, una y otra vez, la señora Calcetín repetía a su pareja que esa no era la vida que ella se merecía vivir.
Poco a poco  las cosas fueron empeorando.
Cada vez había más distancia entre la pareja. Ya no dormían juntos, enroscados en uno en el otro, si no en espacios separados entre una multitud de parejas rotas.
Ella no parecía ser la misma. A él sus rayas parecían estar consumiéndole. Perdía a pasos agigantados el color, la paciencia, la flexibilidad... Un roto fue abriéndose paso a través de las costuras del señor Calcetín, reflejo de su desesperación, de cómo su vida se consumía hasta acabar con su propia esencia.
Entonces ocurrió. Tras una sacudida demencial en aquel campo de concentración que era la lavadora después de sus últimos momentos en los incómodos pies.
El señor Calcetín se encontró solo y roto en el cajón. Sintió frío y soledad. Le faltaba calor y compañía.
Y la vio, a ella, a su señora Calcetín, enredada con otro que no era él. Estaba felizmente desteñida y colorida con otro calcetín más nuevo y elástico, más largo, más suave y confortable...
Y él, el pobre señor Calcetín , consumido por la tristeza y separado de su amor por el angustioso destino quedó relegado a vivir en un huevo del cajón, oscuro, lúgubre y olvidado por todos por siempre jamás.

Y esta es la verdadera historia de qué pasa con los calcetines y por qué no pongo la lavadora.