domingo, 15 de abril de 2018

Y después...


No me dan miedo los lazos emocionales con las personas. Son efímeras, cada una a su manera. Pasan como una ráfaga de aire fresco en una tarde de esas en las que revienta el termómetro de calor. Una brisa que te mueve el pelo y te hace sacar una sonrisa. Una vez que pasan te toca la ardua tarea de olvidarlos, de volver al calor.
 Pero se acaba aceptando. Quizás pasando en algún momento.

Pero los vínculos con las cosas, esos no se acaban, ni se olvidan, ni se borran,  ni se destruyen…  Sienten la llamada. Con toda la fuerza. Nunca olvidaremos una calle, una ciudad, una canción, un bar, un sabor e incluso un olor. Y lo peor es que no podemos controlar cómo aparecen. Yo por ejemplo nunca más podré escuchar “Flashlight” de Jessie J., tampoco miro igual cuando suena “La llamada” de Leiva o se me hace cartón en la boca cada vez que como macarrones. Tampoco creo que me sienta igual cuando vuelva al “Pasadena” en Cáceres o si alguna vez vuelvo a subir a Monserrat o a fotografiar Barcelona desde Montjuïc. Esa calle de Trujillo por la que evito pasar. Los lacasitos. La lasaña. Las uñas rojas. O ese apelativo cariñoso por el que solías llamarme.


Cause you're my flashlight


Porque cuando todo acaba ¿qué hacemos con lo que queda? Pero no con lo que hay alrededor sino con lo que tenemos dentro, que aparece cuando menos esperamos y amenaza con arruinarnos una excursión, una comida, una tarde de lluvia o una noche de sábado.

Los domingos escribo porque me siento melancólica. Y hoy más porque llueve. Me ha dado por pensar (creo que más de la cuenta) qué será lo próximo que se me contamine con esos recuerdos, qué será lo próximo en lo que yo ponga todo mi corazón y falle, qué canción borraré de la lista (ya te digo yo que “Con las ganas” de Zahara no será) y cuánto tiempo tardará en golpear de nuevo la larga lista de sentimientos que aparecen cuando una menos lo necesita, cuando menos preparada se siente.

Quizá todo sea por la culpa del valor que le ponemos a las cosas, por nuestra necesidad de llenarlas de cariño, amor o alguna extraña pasión inusitada que dure un minuto y nos persiga el resto de la vida.
Que para esto no hay remedio, ni consuelo, ni palabras bonitas. A lo mejor solo tenemos que respirar profundo esperando que el siguiente golpe no duela tanto.

Con toda la fuerza



María. 

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