Primero de todo, deberíamos empezar por buscar el botón de apagar los
pensamientos. No de bajar el volumen o silenciarlo momentáneamente. No. De
apagarlos. De buscar el silencio, la calma, la tranquilidad. De dejar el auto
sabotaje y demás vicios autodestructivos. De dejar de pensar y pararte a ver
qué quieres sentir. Porque esto va solo de ti. No va de los demás. Y da igual
cuántas canciones pases en el reproductor y da igual que se te acaba el mundo
andando, intentado despejarte, intentando olvidar que ya nada es como antes. La
situación sigue siendo la misma.
Se acaba el baile, se apagan las luces, la gente se va y tú sigues ahí
sin saber qué hacer. Parado en medio de la pista porque no puedes avanzar. ¿Te
vas a casa? ¿Te quedas? ¿Te pierdes? Normalmente siempre acabamos más perdidos
de lo que empezamos. Y dentro de ese desconcierto que es ir dando palos de
ciego por la vida llega un momento en el que irremediablemente te das cuenta de
que nada va a ser como pensabas, nada será como lo planeaste. No tienes el
control y la capacidad para detener ese momento y sentarte a reflexionar.
Volvemos al concurrido “todo pasa, nada permanece lo suficiente”. ¿Cuánto es lo
suficiente? Y sigues creyendo que el siguiente baile será mejor, que no
bailarás solo o que no te importará hacerlo. Y vuelves a perderte pero en ese
momento ya no estás solo, hay algo muy doloroso contigo: las ilusiones deshechas.
Es así. Es a lo que hemos venido. A rompernos las ilusiones. A pisotearlas. A
pegarlas con pegamento y después volver a machacarlas. Hasta a pasarles un
tractor por encima. Vamos con ilusiones
y esperanzas por la vida. Como si tú, simple mortal, estuvieras condenado a
vagar por el mundo solo con tus ilusiones. Y después, estar condenado a que se
rompan, se hagan pedazos delante de ti. Una a una, cada fragmento, cada
astilla, cada milímetro como diría Lorca “¡Ay,
qué lamento, qué fuego me sube por la cabeza! ¡Qué vidrios se me clavan en la
lengua!”. Y tú, sin el botón de apagar. Pobre iluso…
Y lo peor es cuando ya directamente dejas de sentir. Cuando toda tu
capacidad de apreciar, sensibilizar o creer en algo se va a la mierda. Cuando
todo te da igual. Cuando adoptas esa actitud como escudo, como coraza, como
protección hacia los demás porque te has hecho tanto daño tú solo y te has
dejado hacer tanto daño que lo único que te queda es esconderte mientras
recoges los pedazos y os vais tú y tu nula capacidad para sobrevivir a donde
nadie os pueda alcanzar. Es malvivir en un “estoy bien” permanente, con una
risa cínica y una actitud de “ven, dime, que todo me resbala, que no vas a
poder romperme porque ya estoy hecho pedazos”.
Porque esto no va de nuestros fracasos. Va de nuestra actitud ante las
cosas, ante la vida, ante lo que pasa, ante lo que no pasa y ante lo que
queremos que pase. Querer, desear, tener, esperar, creer, saber que no. Porque
todo está lejos: las metas, las personas, los sentimientos, el mando de la
tele, la contraseña del wifi… Nos pasamos la vida en caminos que no queremos
transitar, con herramientas que no sabemos utilizar, con lo indispensable en la
mochila y siempre sin batería… y no hablo del móvil.
¿Qué es lo que queremos? ¿Qué queremos de los demás? Y lo que es más
importarte, ¿qué queremos de nosotros mismos?
¿Por qué siempre sentimos miedo? ¿Por qué no podemos simplemente apagar?
¿Por qué no podemos cambiar? ¿Por qué no podemos simplemente dejarlo pasar?
¿Qué nos queda cuando no nos queda nada?
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