Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde.
(Gil de Biedma)
El amor es un animal
nocturno.
Todo lo malo de
nosotros salió aquellas noches y nos robó lo mejor de nosotros, apagándonos un
poco más, arraigando todo lo malo bajo unas raíces invisibles – temidas raíces
que, esperemos, no den fruto. Ya hay suficientes hijos de la ira-.
Eran noches desprovistas
de Morfeo, de amor – o quizás había más amor del que pensábamos y por eso
llegábamos hasta el extremo de la autodestrucción frente al otro para que nos
fiera tal y como éramos, con la esperanza de que se sintiera igual- y otros fantasmas, que te pillan por sorpresa,
con la guardia baja, que si supieran dirían que si es una broma, porque es lo
que desean decir. Espalda contra espalda ya no sabemos qué decir cuando ya
hemos dicho todo y no de la manera que hablan los amantes, sino con la manera
que habla el alma, que sale cuando menos te lo esperas, sin calcular las
consecuencias, sin medir las posibilidades de error, el tanto por ciento
invisible de normalidad que se evapora cada vez que una lágrima tuya moja la
almohada. Y se pierde por ahí.
Noches perdidas que no
encuentran el inventario de días que quisimos pasar juntos – eso no venía en el
catálogo. Nos quejamos al vendedor pero ya era tarde para las reclamaciones.
Quizás aguantaríamos la tormenta… - en las que el eco perdura en la memoria de la
cama y resuena, haciéndola fría, extraña. Y el eco de esas noches vacías donde
aparece la bestia de ese animal nocturno es como la resaca del whisky barato de
la barra del bar de la esquina. Atraviesan tu cabeza como la metralla
extraviada de una bimba que no debió estallar – porque ninguno quería que
estallara-. Memoria de la cama que olvida pero no perdona, hiriente, dispuesta
a recordarte tu humillante humanidad en el peor momento.
Pero con la luz del día
el animal se duerme y tú te mueves como un autómata, un poco sin saber qué
decir o a dónde ir. Porque a dónde ir si no quieres ir a ningún otro sitio, a
ningún otro sitio que no sea a buscar esas lágrimas que se te perdieron en la
funda de la almohada y devolvértelas. Acunarte, quizás, entre mis brazos y
decirte “tranquilo, estamos bien (puede que no lo parezca). No se lo dices
aunque lo sientes y te quedas ahí parada. De repente, tienes que volver a la
realidad porque el mundo no te espera. Y tienes que arrancar el cuerpo, gripado,
cuyo motor suena desacompasado, no tum-tum… sino tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú,
tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú…
Y te encuentro –aunque no
estés conmigo.
Una vez pasada la
primera ola de “voy a quedarme aquí tirada” olvido al animal nocturno de la
noche y me concentro en no olvidar lo que me resuena dentro, lo que de verdad
importa: tú, tú, tú, tú, tú…
Y seguirá ahí para
recordarme que las noches nocturnas de animales nocturnos pueden llegar y
volver como el huracán en medio del desierto. Pero pasan. Un paso adelante, dos
atrás pero pasan. Porque no estamos muy acostumbrados y somos nuevos en esto de
intentar querernos en cuarenta días. Porque quizás es solo el principio de
demostrarnos que estamos aquí para ayer y mañana.
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